
La serpiente se subió solita al pedestal, para observar todo sobre los demás, para ser ligera y volarse con el viento. Todo para dejarse volar. Sin darle importancia al tiempo, se ruborizó y sonrió a la ciudad, lagrimeó sobre la estúpida y salvaje ciudad. Deseaba su capital, deseaba su tesoro. Su saliva caía sobre las figuritas, diminutas e inservibles. Inútiles ratitas, detestables las que vio hundirse en el negro mar de lodo.
Los ojos de la sierpe contemplaron a lo lejos el río, pequeño conducto de bella luz blanca sobre la cascada robusta y delicada. Se enamoró. Buscó el amor, intentó respirar de su bromuro, excitarse con su salitre, desarmarse en su corriente. Diferente aquella pasión, diferente aquél ángel sonriente.
Bailando juntos se despertaron, lejos de las risibles figuritas.
La serpiente se subió solita al pedestal, para mirarnos quietos, débiles, para agitar su cuerpo con el río, y enamorarse.
Los ojos de la sierpe contemplaron a lo lejos el río, pequeño conducto de bella luz blanca sobre la cascada robusta y delicada. Se enamoró. Buscó el amor, intentó respirar de su bromuro, excitarse con su salitre, desarmarse en su corriente. Diferente aquella pasión, diferente aquél ángel sonriente.
Bailando juntos se despertaron, lejos de las risibles figuritas.
La serpiente se subió solita al pedestal, para mirarnos quietos, débiles, para agitar su cuerpo con el río, y enamorarse.
Rio